Un soldado norteamericano había tenido una hija con una vietnamita durante la guerra de Vietnam. Ahora, en Norteamérica, vivía con su esposa y un hijo único, pero se escribía con su hija, hasta que, al cumplir esta doce años, la recibió en su casa.
Los vecinos del barrio, algunas amistades e incluso el hijo adoptaron desde el primer momento una actitud de desprecio hacia el padre y hacia la hija; especialmente una viuda que vivía al lado, cuyo esposo había sido muerto por los vietnamitas en la guerra. La cosa se fue agravando hasta ocasionar la huida de la niña, despreciada en Vietnam por ser hija de un norteamericano y odiada en Norteamérica por ser hija de una vietnamita. Y todos los esfuerzos del buen padre por hacerse comprender de su hijo, vecinos y amistades, resultaron inútiles. En casa trabajaba de pintor un hombre de noble corazón. Un día habló a solas con la viuda en presencia del hermano de la niña vietnamita y dijo:
-Yo conocí a su marido: era un buen hombre. -¿Dónde lo conoció? -preguntó la viuda. -En la guerra de Vietnam. Yo estuve allí -respondió el pintor. -¿Y sabe cómo murió? -volvió a preguntar la viuda. -Sí -contestó el pintor-. Él amaba profundamente a los niños vietnamitas, víctimas de la guerra; los visitaba, los protegía, les procuraba alimentos y medicinas; vivía pensando en ellos. Y un día, al dirigirse a ellos con una carga de alimentos, estalló una bomba y murió. ¡Él fue un héroe!
Momentos después la viuda y el muchacho suplicaban perdón al dolorido padre y juntos buscaron a la niña, que había escapado, para tener con ella una cordial reconciliación. Pronto el barrio entero había cambiado de actitud. Este pintor supo apagar el odio y encender el amor.
¡Qué distinta sería la actitud de los vecinos, si hubiera atizado el odio! ¡Cuánto bien podemos hacer también nosotros en tantas y tantas ocasiones como la vida nos ofrece!
Autor: Juan Jauregui