El violín...
Se cuenta que un pobre hombre se ganaba la vida con un viejo violín. Iba por todos los pueblos, comenzaba a tocar y al final pasaba entre la concurrencia con un viejo sombrero con la esperanza de que algún día se llenara.
Cierto día comenzó a tocar como de costumbre. Se reunió la gente y salió lo de siempre: Unos ruidos más o menos armoniosos. No daba para más ni el violín, ni el violinista.
Acertó a pasar por allí un famoso compositor y virtuoso del violín. Con una mirada lo valoró, tomó el violín, lo afinó, lo preparó... y tocó una pieza asombrosamente bella. El mismo dueño estaba admirado e iba diciendo de un lado a otro: "Es mi violín..."
No es difícil que, profundizando en nosotros mismos, nos demos cuenta que no estamos rindiendo al máximo de nuestras posibilidades, somos como ese viejo violín estropeado, nos falta incluso una cuerda y, además, con frecuencia desafinamos. Qué diferencia cuando dejamos que ese gran compositor, Dios, nos afine, nos arregle, ponga esa cuerda que hace falta, quedamos sorprendidos de las posibilidades que había encerradas en nuestra existencia. Comprobamos que nuestra vida es bella y grandiosa, que somos instrumentos perfectibles y, si nos proponemos ser mejores, lucharemos constante e incansablemente por llegar a ser un violín cada vez mejor afinado.
Si tenemos fe, colocándonos en las manos de Dios, seremos los mejores violinistas y si confiamos en su providencia, mayores triunfos hemos de ver y descubrir.
Fuente: Vitaminas diarias para el Espíritu. Humberto A. Agudelo C. Editorial Paulinas
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