El mismo significado de la palabra adviento (del latín adventus = llegada, venida) nos da la perspectiva justa en la que todo cristiano está llamado a vivir.
De hecho, toda la Sagrada Escritura nos habla de las continuas venidas de Dios en la historia de los hombres. Venidas que en Jesús de Nazaret encuentran su pleno cumplimiento. Dios, en Jesús se hace eternamente peregrino por los caminos del mundo para seguir golpeando en la puerta de nuestro corazón. Pero “para nosotros” ¿quién es aquel que “viene”? (en greco el verbo venir está en presente y no en futuro).
La respuesta sincera a estas preguntas nos dará las coordinadas precisas del camino ante Dios y los hermanos. El adviento es un tiempo de búsqueda, de atención y de discernimiento. Si Aquel que viene es esperado solamente como aquel que nos protege, que resuelve nuestros problemas, que nos pone al seguro de las dificultades, de los sufrimientos, de la fatiga del creer, de las exigencias verdaderas del amor y del perdón, entonces el adviento será vacío de su sentido más verdadero.
El evangelista Mateo con el imperativo “Estén atentos” (en greco “sigan estando preparados”) del capítulo 24 nos lleva directamente a la pasión del Señor Jesús. Pero ¿por qué? ¿No estamos yendo hacia la Navidad? Tiempo de nacimiento, de fiesta, de alegría, de regalos? ¡Cierto! ¡En efecto! Estamos llamados a la alegría más profunda porque Aquel que viene es el Señor Jesús, que ha nacido un día en “Belén” (en hebraico casa del pan), ha aprendido a partir el pan de su vida pagando sobre la cruz del rechazo y del odio la suma más alta del amor. Jesús se ha preparado toda la vida para “estar pronto” a abrir definitivamente al mundo la puerta al Dios que viene. Fuente: www.paoline.org
LA PRESENCIA DE LA VIRGEN MARÍA
La Virgen María precede cronológicamente a Cristo. Ella culmina el adviento de la humanidad y anuncia la aurora de la salvación. Es la Estrella del mar que guía y conduce a Cristo, que atrae irresistiblemente hacia Él, hacia la Iglesia, hacia los Sacramentos, hacia el bien, hacia la santidad.
EL PLAN DE SALVACIÓN
María y el plan de salvación.
Dios quiere que todos los hombres se salven (Tes.4, 3). Es así como Dios Padre, por amor, quiere y decreta la salvación del hombre por medio de Jesucristo, nacido de la Virgen-Madre por obra del Espíritu Santo. "Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para redimir… para que recibiéramos la filiación divina" (Ga. 4,4).
Cuando rezamos el Rosario, hacemos memoria de la realización del amor de Dios en Jesucristo, de esta manera contemplamos los principales misterios de nuestra salvación: la Infancia, la Vida pública, la Pasión y Muerte, la Resurrección y Ascensión al Cielo.
María, el plan de salvación y la Iglesia.
María, al engendrar a Cristo, engendra espiritualmente a la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. La Iglesia, que instituyó Cristo, comienza a caminar visiblemente el día de Pentecostés, bajo la presencia de María.
María es tipo y modelo de la Iglesia en la peregrinación hacia la consumación de los tiempos, hacia la Iglesia Celeste. La Asunción de María nos invita a recorrer el camino, nos atrae hacia el Cielo.
NUESTRA RESPUESTA
Nosotros estamos llamados a enmarcar nuestra vida en el plan de salvación para vivir en la Iglesia peregrina y poder alcanzar la Iglesia celeste. Nuestra respuesta ha de ser espiritual y doctrinal por medio de María.
Respuesta espiritual.
Siguiendo la recomendación de María que nos dice: "Haced lo que El os diga" (Jo.3, 4): Él, es Cristo.
Cristo nos llama a la conversión del pecado por el sacramento de la Reconciliación; nos invita a vivir y a perseverar en la vida de gracia, sirviéndonos de los medios que nos ofrece, principalmente de los sacramentos, centrados en la Eucaristía.
Respuesta Doctrinal
Formándonos como cristianos, centrados en latradición de la Iglesia y en el Concilio Vaticano II que proclamó a María, Madre de la Iglesia. Dando espacio a la lectura y escucha de la Palabra de Dios. Leyendo y estudiando el Catecismo de la Iglesia Católica… participando en los medios de formación que la Iglesia nos ofrece.
María Santísima, entonces, por ser Inmaculada Concepción redimida por Cristo, por ser Madre de Jesús y del Pueblo de Dios, por ser Asunta al cielo y Reina del mundo, simboliza toda la gloria de la Iglesia. Simboliza la victoria definitiva de Jesucristo Nuestro Señor sobre el Dragón. Así queda confirmada la profecía del Génesis en el llamado Protoevangelio: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo: él te pisará la cabeza, mientras acechas tú su calcañar (Gen 3,15)». Así María muestra el camino de la Iglesia y del mundo en el que finalmente Dios será todo en todos (Cf. 1 Cor 15, 28).
María Santísima no permanece de ninguna manera indiferente a la marcha concreta del mundo. Esta humanidad nuestra, de alguna manera, gime con dolores de parto –como dice el libro del Apocalipsis-, incapacitada de salir del camino por donde se ha adentrado sin la ayuda del Único que puede salvarlo.
Tenemos una Madre que está en el cielo y que sigue colaborando en su papel de Corredentora junto a su Hijo, por la salvación del mundo. Ella lo hace con su corazón de Madre, de Mujer, viviendo de alguna manera misteriosa en sí misma, el dolor que tantos hombres padecen en nuestro tiempo. Ella no es ajena a nada de lo que nos sucede.
Ella está junto a nosotros con un amor como ninguno otro. María Santísima, nuestra Madre, Asunta al Cielo se ocupa de nuestra suerte, de todas nuestras cosas, y sobre todo de nuestra salvación eterna.
La esperanza del pueblo cristiano ha de estar puesta en la regeneración del mundo, en el tiempo de la consolación y de la restauración universal, de la recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1, 10).
Esta redención ya se ha operado en María Santísima. Mirándola a Ella asunta en cuerpo y alma tenemos el modelo de nuestra propia salvación y la del mundo entero. Mirándola a Ella podemos desechar toda solución social, cultural y política que quiera construir la sociedad actual sobre principios que ponen al hombre en lugar de Dios y contra Dios, cerradas absolutamente al horizonte grandioso de la Revelación cristiana y de la fe católica. Al mismo tiempo, mirándola a ella podemos tener una esperanza cierta en lo que Dios quiere obrar en cada uno de nosotros y en el mundo entero, si sinceramente nos sometemos a su soberanía, y abrimos «de par en par las puertas a Cristo».
Autor: P. Petrus Paulus Mariae Silva
El perdón es el medio para reparar lo que está roto. Coge nuestro corazón roto y lo repara. Coge nuestro corazón atrapado y lo libera. Coge nuestro corazón manchado por la vergüenza y la culpa y lo devuelve a su estado inmaculado.
El perdón restablece en nuestro corazón la inocencia que conocimos en otro tiempo, una inocencia que nos permite la libertad de amar.
Perdonar no es justificar comportamientos negativos o improcedentes sean propios o ajenos. El maltrato, la violencia, la agresión y la deshonestidad son algunos de los comportamientos que pueden ser totalmente inaceptables.
El motivo más obvio para perdonar es liberarnos de los efectos debilitadores de la rabia y el rencor crónicos. Al parecer estas dos emociones son las que más convierten el perdón en un desafío, a la vez que en una grata posibilidad para quien desee una paz mayor.
De hecho la palabra resentimiento, viene de re-sentir – es decir – volver a sentir intensamente una y otra vez. Cuando estamos resentidos, sentimos con intensidad el dolor del pasado una y otra vez. Esto –sin duda- no sólo tiene un efecto lamentable en nuestro bienestar emocional, sino también repercute negativamente en nuestro bienestar físico.
El perdón es muchas cosas: es una decisión, una actitud, un proceso y una forma de vida. Es algo que ofrecemos a otras personas y algo que aceptamos para nosotros.
"Confiésense uno a otros su pecados y oren por otros para ser sanados" (Stg 5, 16)