Las “cuatro estrellas”, que han iluminado nuestro camino de Adviento, se posan idealmente ante la
gruta de Belén, donde se cumple el misterio que contemplamos cada año. «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5). Este Hijo, que los cielos no pueden contener (san Agustín), la Palabra eterna del Padre, viene a nosotras en el signo de la fragilidad y se entrega a la pobreza de nuestra condición humana. ¿Existe algo más grande de un Dios que se hace estrechar en los brazos como un hijo? ¿Existe un desafío más exaltante del de ofrecer al Verbo de Dios nuestra misma vida, para que él viva en nosotras y para que nosotras mismas podamos vivir en Él?
Navidad, es entonces “memorial” de nuestro ingreso en el misterio de la encarnación; es la celebración del nacimiento de Cristo en nosotras:
Hacer el pesebre es una grande y bella obra de piedad, pero ante todo, el pesebre ha de ser hecho en nosotros: debe nacer en nosotros el Hijo de Dios, encarnado en nuestros corazones, en nuestras mentes, en todo nuestro ser (FSP53, p. 370).
y luego la santidad, la salvación de los hombres, con la condición que haya buena voluntad… Pedir esto: tener una voluntad firme, es decir, tener en nosotros el pensamiento dominante: santificación y apostolado… Cuando hay un ideal de santidad, cuando queremos ponernos todos en Jesucristo, vivir en él, vivit vero in me Christus, cuando uno quiere imitarlo, ponerse a su escuela y servirlo, entonces esta voluntad es bendecida por el Señor. Si nosotras pedimos muchas cosas, pero no pedimos esta voluntad, no pedimos la gracia propia del Pesebre (1961). Feliz Navidad y Feliz Año nuevo. Con afecto,
Sor Maria Antonieta Bruscato
superiora general










































